La idea de un Dios que lo ha programado todo para nosotros, lleva a la resignación.
El niño tiene una disentería y se muere: es que “Dios se lo ha llevado”. No
se da importancia a que se descuidaron los medios adecuados. O que no tuvo la
alimentación ni las condiciones higiénicas convenientes. Mucho menos se percibe
que el agua que llega a las casas no es
tratada pues los funcionarios embolataron el dinero asignado. Al final, todos
tranquilos.
Lo que pudiera traducirse en una visión de las causas sociales,
económicas y políticas de una situación de malnutrición, falta de higiene y
medios económicos, y en una reacción legítima ante la desigualdad social y la corrupción,
se transforma en un velo que impide ver la realidad y, lo que es peor, la encubre y acepta como “voluntad de Dios”.
Los casos podrían multiplicarse. Las experiencias abundan con el
consiguiente refuerzo de una fe ingenuamente peligrosa. La creencia en un Dios
así se convierte en medio de encubrimiento
y legitimación de una situación
injusta que clama su eliminación. En lugar de trabajar y luchar por cambiar lo
injusto, esta forma de entender a Dios la oculta y justifica e inhibe toda reacción.
Teniendo en cuenta
esta manera de pensar de Dios, uno cae en la tentación de estar de acuerdo con
K. Marx al decir que la religión es una suerte de narcótico, un “opio del
pueblo”, una venda que impide ver la realidad. (Continuará 7)