¿Fariseos o pecadores? Dom. 11. T.O. Lc 7, 36-8,3. 12
junio.
Dos personajes, también Jesucristo. Por una parte, el fariseo,
de la llamada gente de bien, de entonces. Hace alarde de su generosidad con la
invitación a Jesús, el maestro de moda en el momento. Además, abre la puerta de
su casa hasta el patio interior a todos los que quieran entrar; razón por la
cual allí se encuentra la mujer de no buena fama. Pero él, como genuino israelita,
se considera bueno, irreprochable, cumplidor de la ley mosaica, sin necesidad
de cambiar en nada. Por eso se siente en capacidad de juzgar, desde la altura
de su moralidad, a los demás, como a esa pecadora, a quien Jesús, su invitado, consiente
que le lave los pies.
La mujer, en cambio, tan pronto entra en la casa del fariseo y
se ha acercado a Jesús, no deja de considerarse, como la conoce todo el mundo,
pecadora. Pero ante el mismo Rabí, y ante todos, proclama su arrepentimiento y
su propósito de enmienda. Quiere dejar su camino de mal. Esta dispuesta a
cambiar.
Su actitud nos recuerda la del hijo de la parábola del mismo Lucas
que vuelve a su padre en busca de su perdón. El hijo mayor, gente de bien, como
el fariseo, se cree bueno, con derecho a calificar a los otros y, sobre todo a “ese hijo tuyo que ha despilfarrado
la herencia” y a quien desprecia con dureza.
Jesucristo trata de hacer
caer en cuenta al fariseo y a nosotros que Dios no es un señor de reglamentos y
de normas morales sino un ser cercano a los pequeños y despreciados y que él
mismo, Jesús, ha venido el mundo en su nombre para acercarse a los humildes y
dar su perdón a los que se arrepienten. Por eso, mientras el fariseo no tiene
nada que recibir de Dios ni de su enviado, ella que por amor se arrepiente,
será perdonada. ¿A quién nos parecemos nosotros?
“Tiene esa fascinación de no tener las
cosas claras, de no decir las cosas claramente; la fascinación de la mentira,
de las apariencias… A los fariseos hipócritas Jesús les decía también que estaban
llenos de sí mismos, de vanidad, que a ellos les gustaba pasear
en las plazas haciendo ver que eran importantes, gente culta…”(Papa Francisco).
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